jueves, 25 de marzo de 2010

UN DÍA EN URGENCIAS.
Bajaba del Hospital con un oido en la conversación de mi madre y otro en la radio. Tengo en la UVI a mi padre, a quien han cambiado media docena de válvulas. No sé si la culpa es de Preciado. Pero ayuda. Me preguntaba al día siguiente cuando le dije el resultado, medio consciente, sedado todavía por los efectos de los calmantes, si el primer gol lo había marcado Barral, la esperanza es lo último que se pierde, y que cómo habían jugado. Los dos cabeceamos y nos reimos. Yo me acordaba de Lotina, delirando en la banda, agarrado por Quini, seguro de que todo aquéllo tenía un nombre muy feo y de que a su equipo le habían robado en Gijón. Tres fueras de juego, un par de goles anulados. El agua de la ducha estaba fría de cojones. Lo decía tan convencido que parecía verdad. La gente se estremecía. Y Lotina no es de los que mienten. Nadie se imagina a Lotina mintiendo. Un tío de confesión y semana santa. Pero todos sabemos que la derrota convierte en un enfermo potencial al tío más tranquilo, a quien hay que poner unas camisas de fuerza o procurarle un bozal, si el hombre, como en este caso, no es peligroso pero pierde completamente el equilibrio y tiene la posibilidad de expresarse en público y llenar páginas de periódicos alimentando la rabieta infundada y prolongando interesadamente el consuelo. Hacía tanto tiempo que ningún equipo nos acusaba de embarque que aun estoy buscando la reacción para poder asumirlo y devolver agradecido los halagos. Ya somos un grande. El año que viene, más.

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